Julieta Bliffeld
Con Ale nos pusimos a hablar de Pinamar. Me dijo: ¿viste la casa? No, no voy a la costa atlántica argentina hace siete años. La remodelaron toda. Claro, era obvio. Una casa de sesenta metros cuadrados en dos terrenos enormes no tiene sentido. Por primera vez en mi vida me pregunté por qué no la habían remodelado ellos. No por cuestiones económicas, está claro. ¿De qué carajos te sirve tener una casa que gana premios de diseño si tu familia no entra? Mi tío ni siquiera podía bañarse en esa ducha para enanos. La casa ahora tiene una pileta en donde estaba la montaña con los dos pinos unidos en la base por enredaderas. Nos tirábamos los cuatro primos de la liana. Y juntábamos caracoles. También plantamos el carozo de un níspero que se volvió un árbol enorme. Me da pena no volverlo a ver. Pero entiendo que las cosas pasan y la vida sigue. La casa es parte de algo que no existe más.
Mis abuelos no lo entendieron. Pretendían que todo siguiera como era entonces. Como si todavía fueran cuatro, sus hijos sin reproducirse. No tocar la casa era la forma material de suspender el tiempo. Una forma mezquina e incómoda. La única que encontraron.
También hablamos de la abuela. Era fría y estaba bastante loca. Cocinaba muy bien pero hacía tortas de manzana, soufflés de ciruelas pasas o isla flotante con sambayón. ¿A qué nene le gusta eso? A ninguno. Igual, ya nada importa. La historia te configura como sujeto, sí. También todo lo que hacés y lo que no hacés. Lo que no hacés te pesa más que lo que sí, eso está claro.
Cada vez que visitás al abuelo te vas con un objeto nuevo. Si decís que te gusta te lo regala. A mí me da pena que desarme su casa. Tan espléndida. Yo tengo los muñequitos de madera nórdicos que se desarman. Un cenicero de vidrio que me dio en el último viaje y que todavía no encontró su lugar en mi casa. Y los cuadros. La cabeza de Jimi Hendrix que dibujó Macció. Un grabado de Soldi que no nos gusta demasiado. Nunca pude traerlos a México. Hace ya años me había dado la ensaladera hermosa, de vidrio ahumado, que rompí sacándola del freezer con una mousse de chocolate. Se me cayeron un par de lágrimas y tuvo que venir Diego a levantar los pedazos. Fue por la mousse y por la historia. Entonces la abuela ya se había muerto y el abuelo estaba solo, lamentando no haber sido el primero. La soledad es un sentimiento todavía más fuerte que el amor.
Las hortensias, dicen, traen mala suerte. Las mujeres quedan solteras. La casa de Pinamar estaba llena. La abuela Fanny las cuidaba con espero y podría haber cierto sadismo en su dedicación. Igual, mi madre se casó joven. Claro que con un divorciado, con dos hijas, quebrado y perseguido. No se casó, se juntó. Hasta que la ley de divorcio de la democracia torció la condena. Pero no fueron las hortensias, fue el amor. Mamá cayó rendida a los ojos verdes y el aspecto petitero del tipo maduro que sería mi papá. Mi abuela lloró cuando lo supo. Esperaba otra cosa. Después, como a todo, se acostumbró. Conmigo, durante unos años, la profecía parecía cumplirse. Iba sola a tomar el té en las tazas de porcelana- la cerámica estaba prohibida para cualquier infusión. Comía, con la mirada perdida, los fiambres y panes caseros acompañados por pepinos agridulces y mermeladas caseras. A veces estaba inspirada y hacía comentarios simpáticos. Nos reíamos. Mi hermano y mis primos llevaban a sus novias. Iban pasando una a una. Yo era la niña mimada. La única nieta. La mayor. La inteligente. Son lugares simbólicos que en el mundo externo no tienen valor. El hechizo se rompía al cruzar la puerta del palier. Seis pisos y la realidad se volvía a imponer. A pesar de todo, sigo pensando a la familia como el gran refugio. La muralla que nos protege de la hostilidad exógena. Aunque los ríos subterráneos encierren las peores miserias, los chistes repetidos y los códigos comunes te vuelven lo que sos.
Un día ya no fui sola. Sin conciencia, lo sabía. La noche anterior había quedado embarazada. Ahora era como los demás. No, era más que los demás. Así leían los hechos mis abuelos.
¿Habrán vendido la casa de Pinamar con todo? Nunca pregunté ¿A dónde habrá ido a parar la red marina con las pelotas de vidrio? Tampoco supe más de los platos holandeses que colgaban de las paredes de madera ni del tapiz peludo que había tejido la abuela. Mi madre le huye a la nostalgia como una reacción lógica a la locura familiar. Alguna tarde de invierno, tirada en el sillón, junto a la chimenea aprendí de memoria unos versos tristes. Era una edición de bolsillo, linda, cuidada. De esa época me quedó el reflejo de ponerme los caracoles en el oído y escuchar el ruido del mar. Las conchas encierran el sonido que hacen las olas al romper en la orilla, los días de tormenta.
¿Y seguirán yendo al muelle los chicos con los padres a pescar cornalitos con el mediomundo? La brisa fría de los días nublados que golpea los cachetes y congela las manos. La contracara de metros y metros de arena que pela los pies en los días de sol del resto de las vacaciones. Los cornalitos no son ni ricos ni feos, tienen gusto a frito. Y a mar.
En mi memoria, estampado el verde del pasto sobre el que rodábamos los cuatro, a veces agarrándonos de los pelos. Las medialunas más ricas del mundo mientras la abuela, con capelina y anteojos gigantes, podaba los yuyos. Nos gustaba cruzar al terreno de enfrente. También nos daba un poco de miedo.
Quisiera morirme como ella. Digna. Desplomarse en la puerta de la clase de gimnasia. Sin sufrimiento. Sin causar problemas. Pero más vieja. Setenta y ocho son pocos años. El avance de la arteroesclerosis no le hizo bien a la comida. Ya no sabías qué le había puesto a las berenjenas picadas. Gustos extraños.
Ale nombra el viaje a Entre Ríos. Cómo no me voy a acordar de que a los once mis papás tuvieron hepatitis. Papá estuvo treinta y cinco días en cama. Mamá se contagió pero se curó antes. Se peleaban todo el tiempo. Y venían a sacarles sangre. Entonces los tíos nos llevaron a El Palmar. Compramos naranjas y miel. La pasamos bien. Hacía mucho frío porque eran vacaciones de invierno. Dormíamos los cuatro en un cuarto, solos. Y saltábamos de cama en cama. Cuando volvimos, Diego y yo inventamos que había una fruta nueva, la pomela, y mamá se lo creyó durante todo un almuerzo. Después nos dio pena y le contamos la verdad. Lo recuerda como el comienzo del fin. Sus hijos tomándole el pelo
¿Qué queda? La nostalgia infinita. Los olores. Las recetas en un cuaderno viejo, cuadriculado. Y un par de tazas de porcelana que soñás con que alguna vez sean tuyas. Los kniches ya no. Mamá no sabe hacerlos. Tampoco el guefilte fish. Intentar sofisticar una receta que hacían los judíos más pobres de Europa central, no tiene sentido. Eso, con salmón rosado, no es guefilte fish. Eso es querer borrar la historia para que sea algo más. Distinto y mejorado, según la perspectiva.
Para un judío no hay nada mejor que otro judío. Pero tampoco hay nada más importante que que te quieran bien. Son buenas personas, dice el abuelo David de nuestras parejas gentiles. Ninguno se enamoró de un paisano.
Cuando voy a Buenos Aires, lo visito. Lo veo sentado en la misma cabecera de siempre, con la cafetera persa de fondo, y me pregunto cuánto tiempo más vivirá. Me voy llorando. Por él y por mí. Por lo que ya nunca más va a ser.